En varios templos del mundo antiguo existen relatos —y a veces restos físicos— de cámaras donde la luz parecía multiplicarse sin límites. Crónicas del Mediterráneo, del subcontinente indio y de Mesoamérica hablan de “salas de resplandores”, “pasillos que no terminaban” o “altares donde una sola llama se convertía en un centenar”. Para quienes los presenciaban, aquello era un acontecimiento sobrenatural. Hoy sabemos que, en gran parte, se trataba de una exquisita comprensión intuitiva de la luz y los reflejos: una forma primitiva de lo que en la actualidad llamaríamos un espejo infinito.
Una ilusión sagrada antes de que existiera la óptica
En culturas donde el fuego representaba energía vital o presencia divina, multiplicar su imagen tenía un fuerte sentido simbólico. Algunos templos griegos usaron placas pulidas de bronce o cobre para reflejar antorchas durante rituales nocturnos. En la India antigua, las cámaras recubiertas de metal brillante creaban un resplandor repetitivo cuando se colocaban lámparas de aceite en el centro. En Mesoamérica, especialmente entre los mexicas y los tarascos, los espejos de obsidiana —negros, pulidos como vidrio— permitían crear reflejos tan profundos que parecían tragarse la luz.
Nada de esto era exactamente “magia”, pero sí el resultado de experimentación empírica: artesanos que, sin fórmulas matemáticas, entendían que dos superficies pulidas enfrentadas podían crear una repetición casi interminable de la imagen de una llama.
El principio físico detrás del “infinito”
El fenómeno tiene un nombre claro: reflexión múltiple entre superficies paralelas. Cuando dos espejos se colocan uno frente al otro, la luz rebota entre ellos una y otra vez. Cada rebote pierde un poco de intensidad, pero la secuencia es tan rápida y tan abundante que el ojo humano percibe una fila de copias que se alejan en profundidad.
En los templos antiguos, no había espejos de vidrio con plata, así que el efecto era más suave y cálido, menos nítido que el de un espejo moderno. Pero con suficiente pulido y buena alineación, la ilusión se volvía poderosa: una llama podía verse repetida docenas de veces, generando la percepción de un corredor luminoso sin final.
El resurgimiento en el siglo XXI: del arte a la ingeniería
La idea renació con fuerza a finales del siglo XX gracias a los artistas de luz y, más recientemente, a los diseñadores industriales. El llamado “infinity mirror” moderno se basa en el mismo principio antiguo, con un pequeño giro tecnológico: un espejo normal al fondo y, al frente, un espejo semitransparente (o “espejo unidireccional”). Entre ambos, una fuente de luz —generalmente LEDs— genera la ilusión de profundidad ilimitada.
Las instalaciones de Yayoi Kusama, conocidas como Infinity Rooms, aprovecharon esta técnica para crear experiencias inmersivas que recuerdan, de forma sorprendente, aquellas cámaras rituales antiguas. En el ámbito doméstico, las lámparas y mesas con efecto infinito se han vuelto un elemento de diseño que mezcla arte óptico y tecnología accesible.

Paradójicamente, los dispositivos modernos producen un efecto más preciso pero menos orgánico. Las luces LED generan repeticiones casi perfectas, de contornos definidos, mientras que en los templos la luz era cálida, vibrante e imperfecta. Además, en la antigüedad la experiencia estaba cargada de ritual: humo, movimiento de la llama, textura del metal pulido, ecos y arquitectura cerrada. La ilusión no era solo visual; era sensorial.
Aun así, la tecnología actual está intentando recuperar ese carácter envolvente. Algunos museos usan sensores de movimiento para que el “infinito” responda al visitante. En diseño ambiental, hay proyectos de iluminación que imitan el brillo profundo de la obsidiana pulida, con capas de vidrio tintado que suavizan los reflejos y recrean esa sensación de abismo luminoso.
El misterio resuelto… pero no despojado de encanto
Saber que no era magia no le resta belleza al fenómeno: al contrario, muestra la sofisticación de las culturas antiguas al manipular la luz para comunicar algo más grande que la técnica misma. Los “espejos sin fin” de los templos eran una forma de convertir la física en símbolo, la geometría en emoción.
Hoy, en plena era LED, reencontramos ese mismo principio milenario y lo reinterpretamos para crear atmósferas inmersivas. La ilusión es la misma: una ventana a un espacio que no existe, multiplicado por la luz, donde la percepción se estira hasta tocar el límite de la imaginación.